sábado, 5 de noviembre de 2011

La elaboración del cuento, por Fernando Alfón

La siguiente nota fue extraída de la Revista El Interpretador, nº 34, septiembre de 2008.

La elaboración del cuento, por FERNANDO ALFÓN

Existe la grata casualidad de que varios de los escritores que aprecio no han considerado enteramente inútil explicitar ciertas invariantes en el arte de escribir cuentos. Lovecraft las llamó reglas; Quiroga, trucs; Julio Cortázar, constantes; Bioy Casares, leyes. Alguna o todas estas palabras pueden adolecer de inexactitud. Otros cuentistas no estarían enteramente equivocados si las desdeñaran en nombre de algo inefable como ordenador de un buen cuento. Excepto eso inefable —que sin duda define la calidad de un cuento y no será hablado aquí—, lo demás ha sido revelado en estos textos cuyos títulos también pueden aparecer bajo el nombre de consejos, pautas, decálogo... Yo no reniego de ninguna de estas denominaciones, ni creo que sean un riesgo para el escritor incipiente; si el lector es esquemático, entonces leerá en ellas un esquema; si es hábil, en cambio, quizá perfeccione algún aspecto de su arte. El que teme, por demás —y para dar comienzo a estos puntos— está técnicamente imposibilitado para el arte del cuento.

I

la revelación — teoría de la pieza imantada
(el momento previo al cuento)

Ante la absoluta confusión del cuentista inexperto frente al papel en blanco, abrumado por preguntas que le resultan insoslayables: ¿cómo dar con un gran tema?, ¿cómo empezar?, ¿cómo terminar?, hay que advertir que un buen cuento casi nunca dispone de estos elementos y sí, en cambio, de una revelación. Me explicaré. Lo que lleva a un escritor a iniciar un relato es haber hallado una suerte de pieza imantada, en torno a la cual se irán reuniendo todos los elementos aún dispersos. Lo primero que se tiene es una imagen, una intuición, un olfato, y la certeza de que eso que se nos reveló terminará en un cuento. El cuento parte de esos indicios. Luego viene el relato en sí y ya la cuestión es técnica. Poe, primero, y luego Quiroga, han planteado que no se debía empezar sin saber certeramente hacia dónde se va. Yo entendería lo mismo, sólo si ese saber hacia dónde se va implica, únicamente, creer firmemente en ese indicio. La construcción material del cuento es posterior, y sólo se sabe cómo es cuando se la realiza. La escritura —repetiré aquí una obviedad— nunca es la transcripción literal del pensamiento.
Es oportuno recordar que abundan las hojas con principio de un cuento que jamás trasvasan esta condición embrionaria. El cuento empieza con la revelación de alguna de sus partes que, en mi caso, casi nunca es el principio que vemos luego impreso en la hoja. No importa que éste corresponda al principio, al medio, al final; basta que ese fragmento los contenga a los demás como la bellota contiene al árbol, aunque sólo en potencia. Así como el relojero deduce la edad, el precio, el tamaño y la calidad de un reloj a partir de uno de sus engranajes, el cuentista sospecha todo de su cuento a partir de una de sus piezas. Si esa pieza es precisa e inconfundible, el resto del cuento irá adoptando esa forma. Si la pieza, en cambio, es ambigua, es probable que el cuento zozobre.
La revelación, por último, casi nunca es total, y lo que vaya a ser el cuento depende de lo que hagamos con ese fragmento revelado.

II
la brevedad — la intensidad

No pocos buenos cuentistas han advertido que, comparado a la novela que busca en la extensión, el cuento explora en la intensidad. La brevedad, sin embargo, no es la preocupación de un buen cuento: casi siempre es su resultado. Una mala novela sería un posible buen cuento si el autor se resignara a mejorarla, a podarla, o, como dirían los latinos, a pulirla. El arte de condensar y de pulir son muy buenos amigos entre sí. «Vuelve al yunque esos versos que no están bien forjados», escribe Horacio en El arte poético. Es de Kipling la idea de que lo fundamental en el cuento, antes que lo que queda, es aquello que sacamos. El octavo consejo, de diez que ofrenda Horacio Quiroga: «No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios», es superado por este otro: «No cansar», que también le pertenece. Juzgar a un cuento como cansador, es una objeción lapidaria. Es juicio de un lector que se perdió. Cortázar llamaba buen estilo al texto ausente de cosas inútiles; y esgrimía la teoría del cuento perfecto equivalente a una esfera. Halló, luego, otra metáfora aun mejor, el cuento como telaraña: la araña procura fabricar una trama de enorme tensión, de modo que los hilos que quedaren suelos no hacen sino vulnerar su fuerza.
(¿Repele esto un estilo barroco como el de Alejo Carpentier? Invito al lector que suprima, en un cuento como «Viaje a la semilla», alguna línea que estime innecesaria. Verá lo imposible que resulta. Carpentier ha logrado la gestación de un estilo absolutamente extraordinario, cuya médula consiste en dotar al barroquismo que le sugiere el paisaje, una sintaxis concisa. La tela que tejió Carpentier jamás se destensa.)
Lo breve no tiene nada que ver con lo incompleto. A un buen cuento, así sea de una página, no debe faltarle nada. Lo que no está, el lector no lo puede ver; el cuento, al ahondar en la brevedad, busca sugerir más que mostrar, y a veces dice o muestra sin necesidad explicitar. Las cosas más trascendentales del cuento están solapadas, pero están. Una alumna, en una oportunidad, intentó un cuento sobre su padre al que deliberadamente elidió, excepto en el tenue pronombre personal él. Yo le dije que él podía ser su perro, su amante, su sueño; nada había en el texto que lo indicara, ni literal ni implícitamente. Ella —en un desborde de ingenuidad— me confesó que no podía ser, que para ella era clarísimo que se trataba de su padre. No basta que algo esté en nuestra cabeza para que luego esté en el papel, entre una cosa y otra está el arte.
De modo que todo lo que en el cuento sobre y sea prescindible, hay que sacarlo. El cuento, cuando se nos revela, equivale a la piedra bruta e informe que tiene el escultor ante sus ojos: el cincel es asaz importante.
La conferencia de Julio Cortázar en Cuba, en los albores de la década del sesenta, es memorable por dos cuestiones, por las metáforas acertadas que elige para pensar el cuento: la fotografía y el nocaut; y luego, por la valentía de plantear, ante un público eminentemente castrista, que a la Revolución, quizá, le iba a convenir una literatura fantástica antes que realista. Si la novela, dice allí Cortázar, por su extensión, se asemeja al cine; el cuento, por su brevedad, a la fotografía. Ésta, a pesar de estar limitada por el espacio físico de la lámina, no lo está al abrir infinitos sentidos que surgen, justamente, en la condensación artística de la imagen. La fotografía artística ilumina una cantidad ilimitada de sugerencias que el cine, por disponer del espacio, suele explicitar. El fotógrafo —de allí su arte— logra contener, en un ceñido espacio, una encadenación infinita de sentidos.
La segunda metáfora de Cortázar es, aun, más propia a lo que intenta decir. El cuentista busca noquear; el novelista, ganar por puntos. Aquel sabe que su fuerza reside en el golpe certero; éste, en la dilatación de la pelea. Sin embargo, Cortázar pide no sea leída esta metáfora de forma literal, pues un buen cuentista «es un boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando ya las resistencias más sólidas del adversario».
La expresión: «Que valga la redundancia» es una licencia del habla coloquial, nunca de la literatura, que sufre su presencia como aneurisma de las ideas. Recordad que nuestros lectores son los mejores lectores del universo; que no precisan que se les repita las cosas, que basta con que se las muestre. Escuela de esto es el formidable «Mr. Higginbotham’s catastrophe», del americano Nathaniel Hawthorne, cuento de sucesivos misterios cronológicos en donde el punto de referencia, a partir del cual se acomodan todos los demás, se nombra una sola vez.

III
la sugestión 

Comprendido el aspecto de la brevedad le sigue el, quizá mayor, aspecto de la sugestión. El cuento es más lo que sugiere que lo que dice. Hay en él un máximo de sugerencia, y un mínimo de exposición. Hemingway lo expresó apelando a una imagen, la del iceberg. Lo que escribe el cuento debe ser la punta del iceberg; la que expresa el cuento, en cambio, la masa de hielo sumergida.
Visto desde este punto de vista, el cuento es una metáfora: expresa algo apelando a una forma aledaña o sustituta. Esa otra forma cercana es un indicio; no es la constelación entera, es sólo una estrella. Lo que se quiso decir está en otro lado, y está en el cuento, pero dicho de otro modo. Si el cuento dice textualmente lo que pretende expresar, disputa incumbencia con cualquier la ciencia, o bien con un informe estatal.
En la sugestión, el desafío del lector —y acaso su placer— es doble, y múltiple: debe armar una realidad vastísima a partir de elementos condensados. He aquí su mayor capital artístico.

IV
el tema

Creo que en todos los cuentistas que han confesado los pormenores de su arte he leído la misma afirmación: el tema es lo de menos. No existe tema más o menos apropiado para un cuento; existen, sí, buenos o malos tratamientos del tema. Como he escuchado de un amigo: Hay que trabajar sobre las obsesiones. Las obsesiones ostentan la ventaja de haber estado mucho tiempo con nosotros. Sabemos de ellas más que de cualquier otra cosa; no un saber eventual, o wikipédico, sino intenso, sentimental, imaginativo. No tiene sentido trabajar sobre las ruinas de Egipto, por la mera presunción de que eso es más interesante que, por ejemplo, el modo en que se golpeaba la ventana del cuarto de nuestra infancia, las noches de mucho viento. Mucho menos si apenas sabemos dónde queda Egipto. Mejor decir algo de esos golpes que nos cautivaban, que parecían emitir sonidos, más precisamente voces. El lector, que siempre hay que presuponerlo audaz, severo e implacable, advertirá si tenemos un trato íntimo con el tema o no, y no nos disculpará disponer de un saber superficial del asunto.
Abundan los escritores que procuran un tema de lo más insólito y, creo yo, terminan haciendo algo de la misma calaña. Recuerden «Casa tomada», que es un buen cuento, cuyo tema es la ocupación de una casa, donde casi no sucede nada y el tema es casi imperceptible.
Los temas, entonces, son elección íntima e intransferible del escritor. Es prácticamente infructuoso un tema prestado, pues uno no puede trabajar sobre las obsesiones de otro.
El mejor tema que un escritor puede hallar, en definitiva, es el escritor mismo. Hay que hallar una lengua, no tanto un asunto. No hay cuento memorable que lo sea por su tema; y si éste es su único mérito, bastaría con enunciarlo y prescindir del cuento. Allí no hay un buen cuento, hay sólo un buen título.

V
el tono

El tono es, a menudo, la causa por lo cual un cuento original, y hasta potencialmente bueno, se hace indigesto. No conviene presumir astucia, ni fingir hondura; éstas virtudes deber ser consecuencias naturales del texto, gratas sorpresas, inclusive, para uno mismo.
El tono es como la afinación musical del texto; si hay una afectación, suena como una cuerda muy tensa. El lector la oye y la repudia; a menos que el lector sea sordo, y conviene escribir pensando que nuestros lectores son exigentes, insobornables y omniscientes.

VI
el narrador y los personajes

Existe, en literatura, un principio de carácter inamovible: el narrador jamás es el escritor. Es necesario escribir con plena conciencia de esto, así uno quiera comenzar su cuento diciendo: «Yo, Fulano de Tal, pasaré a contarles textualmente lo sucedido...». Este Fulano, así coincida su nombre con el escritor, así tenga la misma edad, viva en la misma casa, se acueste con la misma mujer y ostente las mismas obsesiones, no es ni puede ser el Fulano que escribe el cuento.
Con respecto a los personajes, la idea de que el escritor no debe convertirse en dictador de ellos (O’Connor) corresponde más al arte de la novela que al del cuento. A la novela la hacen los personajes, que el escritor va conociendo y explorando en el transcurso de la historia; el cuento, en cambio, es producto de una caracterización previa de los personajes. La novela demora, justamente, porque los personajes van cobrando vida y personalidad definida a lo largo de la historia; en el cuento, en cambio, ya se dispone del cómo son ellos y el qué van a hacer. En esto, debemos estimar el octavo consejo de Quiroga: «Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste». 

VII
las palabras — la poética

No hay palabras buenas o malas, las hay oportunas o desafortunadas. En un momento determinado, un personaje sólo puede decir una palabra y no otra. Hace falta hallarla. Hallar no es dar con el sinónimo, pues no hay, para una historia, dos palabras iguales, sino una mejor que otra. Si no se encuentra, no es que no exista. Si el cuentista se resigna a una sinonimia, el lector astuto lo advierte y se lamenta, porque él tiene, casualmente a mano, cuanto menos una palabra más apropiada que la empleada por el escritor. Esto es una situación patética.
La poética del cuento requiere un trato metafórico del tema. Las metáforas, a la vez, claman ser dominadas por el escritor, comprendidas y expresadas naturalmente. Es necesario evitar explicar los personajes, las metáforas, los neologismos... Hay que evitar la explicación en todos sus sentidos: no se está defendiendo una tesis ante un tribunal académico, se está narrando. La explicación mata a la metáfora, así como a todo lo que explica. El lector no lee un cuento para que le diga cosas, sino para que las cosas adquieran el extraño matiz del encantamiento.

VIII
la ficción – lo real – la verdad y la mentira

La ficción no es comparable con la verdad y mucho menos equivalente a su opuesto: la mentira. De aquí que un cuento no ficcional no sea un cuento de verdades. La ficción crea un cosmos integral, cuyas reglas de existencia deben ser lo suficientemente rigurosas como para generar algo que sí incumbe a la ficción: lo verosímil. La verdad del cuento, en todo caso, debe ajustarse a lo que se considera verdad dentro de su cosmos. Si en el cuento los naipes hablan, inverosímil puede llegar a constituirse la aparición de un mero naipe, esto es, acartonado y mudo. Creo que quien mejor nos ha enseñado esto es Lewis Carrol.
Hay una única realidad, la imaginada. No es conveniente describir como si se debiera calcar la realidad; porque, de todos modos, se la estará calcando a base del modo en que se la mira. Basta con crear un mundo convincente. El lector no quiere ver lo que, a menudo, ve; quiere ver con los ojos de quien narra.
Habrán podido advertir que las religiones son contradictorias a menos que uno ingrese a ese universo ficcional y vea un estricto orden allí donde antes veía necedades y contradicciones. Con los cuentos sucede lo mismo, ellos nos invitan a ingresar a un universo regido por reglas excepcionales, pero en modo alguno caprichosas. Un caballo alado es improbable a menos que todo el cuento nos convenza de lo contrario. Si el lector no tiene fe en lo que lee no existe la literatura y la fe se trasmite. He aquí, finalmente, el desafío de un buen cuento, escribir como si se fuera a reinventar una mitología.

Fernando Alfón

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