sábado, 19 de noviembre de 2011

Los dioscuros, de Enrique Anderson Imbert

Los dioscuros
(Enrique Anderson Imbert 1910-2000)

Carlos y Pedro –“los mellizos duros”, según los aficionados del Boxing Club de Villa Crespo– entran justamente cuando la madre está desempaquetando el piyama que acaba de comprar.
—¿No es precioso? —dice; y lo despliega para que lo admiren.
En el aire pálido y triste de esa sala de hospital la seda verde del piyama ha brillado alegre como una esperanza.
—A papá ya no le va a servir —murmura Pedro.
El padre, moribundo, abre los ojos. No. Ya no oye, ya no ve. No sabe que eso es un piyama ni que ésas son las caras de su mujer y de sus hijos.
“¡Pobre viejo!”, piensa Carlos.
Lo de “viejo” es un modo cariñoso de decir pues viejo no es. Moribundo y todo, se lo ve joven. La madre no lo dejaría envejecer: todos los días va, lo lava, lo afeita y lo peina. Es la ventaja de las mujeres; pueden negarse a creer en la inminencia de la muerte, pueden expresar su amor con dulzura de ángeles gordos, pueden probar su agradecimiento con los actos más humildes… Ellos, en cambio, “los mellizos duros” ¿qué pueden hacer como no sea pararse ahí, al lado de la cama, y esperar el fin de esa agonía que ya dura demasiado? Vienen de hablar con el médico: que el deceso es cosa de horas… Y va a morirse sin que los hijos hayan tenido la oportunidad de agradecerle.
“Gracias, papá”, piensa Carlos. “Gracias porque te has matado trabajando por nosotros, porque en un mundo inseguro nos diste tanta seguridad que nunca supimos que éramos pobres, gracias porque tu honradez nos ha honrado el nombre, porque nos quisiste e hiciste que fuera fácil el quererte, porque tu único gozo era que nosotros gozáramos de la vida, porque te desprendiste de lo que tenías para dárnoslo, como estoy seguro de que ahora mismo le regalarías el piyama a Pedro si te dieras cuenta de que a él le gusta. Papá, gracias”.
Gracias a su padre nunca habían sentido miedo. Pasara lo que pasase ahí estaba el padre, para protegerlos: alto, recio, vigoroso, indestructible. Nadie más bueno, más robusto que su padre. Cuando de noche, en el silencio del pueblito ferroviario, escuchaban sus pasos de grava del jardín, Pedro y él se ocultaban detrás del armario de la cocina y lo esperaban con la respiración contenida. Siempre ocurría lo mismo y, sin embargo, siempre se esperaba algo diferente. Se abría la puerta, entraba el padre pisando fuerte y gritando con voz cavernosa:
—¡Aquí viene el gigante! Trum-tram, trum-tram… ¡Hummm! Tengo hambre… ¡Hummm!... Estoy sintiendo olor a chicos…. Trum-tram, trum-tram, trum-tram… Me los voy a comer crudos…
Excitados por el juego, y también por el miedo, los gemelos salían de su escondite y corrían a sus brazos: “¡Papá, papá”, y con esa palabra, “papá”, borraban al gigante. Un gran abrazo. A uno primero, después al otro —y a veces a los dos juntos— el papá gigante los arrojaba al aire. Volaban hasta el techo, a pataletas y manotazos, y  chillaban de dicha. Ya en el suelo se abrazaban a sus rodillas y se sentaban sobre sus botas. Entonces el papá gigante los paseaba a grandes trancos por el vasto mundo. Más: los levantaba —fffftz ¡arriba!— y ya con Carlos sobre el hombre derecho y Pedro sobre el izquierdo —o al revés— galopaba a carcajadas alrededor de la mesa hasta que la madre, ocupada en la cena, protestaba disimulando la risa:
—¡Basta, Diego, basta! Que me mareás y vas a marear también a los pobrecitos.
Con la sopera humeante entre las manos la madre abría la procesión hacia el comedor y el padre, con los dos hijos sobre los hombros, la seguía marcando el paso. Rataplán, rataplán… La madre pasaba muy holgada por el vano de la puerta; el padre y los hijos —dragón de tres cabezas— se agachaban para no golpearse contra el dintel.
Una de las cabezas del dragón, hundida en la almohada, se ha crispado de dolor; y las otras dos, a la altura de la ventana, cambian una rápida mirada de inteligencia. No ¡qué suerte! la madre no ha reparado en esa mueca. Carlos ve su propia pena en la cara de Pedro. “Es una de las comodidades de ser gemelos”, piensa: en vez de llevar un espejito en el bolsillo, uno lleva al hermano siempre al lado, como una conciencia extra. A veces ese sentimiento de ser mitades de una sola persona, no dos personas distintas, surgía de una situación opuesta: no es que Carlos creyera ver los propios pensamientos en la cara de Pedro, sino que al mirarse en un espejo real creía ver la cara de Pedro, que le estaba devolviendo la mirada. Después de todo venían del mismo óvulo, habían nacido idénticos y, como en un espejo, el lunar de la mejilla que uno tenía a la derecha  el otro lo tenía a la izquierda. “El tema del espejo —piensa Carlos— es uno de los más constantes en el folclore sobre los gemelos”.
No fue fácil acostumbrarse a la idea de que ellos eran parte de ese folklore. La madre los había preparado para la curiosidad de las gentes: les había explicado por qué llamaban la atención, los había vestido con diferentes trajes, los había tratado como a individuos independientes. Pedro y él habían aprendido, pues, a resguardarse de los chistes (“¡cómo! ¿me emborraché ¿qué me pasa que estoy viendo doble”?) y aún a contraatacar con esas travesuras típicas de los gemelos que se proponen confundir a quienes no los saben gemelos, como ésa de que uno desempeñara el papel del otro, o la de apostarse en las dos esquinas de la calle para crear el transeúnte la ilusión de haber visto a una criatura ubicua.
En la escuela,  puesto que en pareja eran invencibles o, por lo menos, difíciles de manejar, los hermanos tenían que separarse para que los chicos los admitieran en sus juegos. Pero una vez que estaban separados, si uno de ellos se veía en apuros ante unos grandotes que venían de los grados superiores a molestar a los pequeños, en seguida se aparecía el otro, como llovido del cielo, y juntos se defendían y al defenderse aprendían nuevas maneras de luchar.
De vuelta en la casa querían aplicar al padre lo que acababan de aprender en el patio de la escuela. ¿Qué el padre estaba leyendo el diario? Había que desalojarlo del sillón. Como aquella noche… ¿Se acordaría Pedro de aquella noche? Carlos por un lado, Pedro por el otro, pasaron un brazo por debajo de cada sobaco del padre y con la mano trataron de agarrarle el cuello. El padre, como si nada, seguía leyendo tranquilamente. Entonces los hermanos empezaron a forcejear. Empujaban, tiraban. Inútil querer mover ese gran cuerpo. Era un roble, un torreón, un monte. Al final el padre levantó los ojos del periódico, pareció sorprenderse de verlos a su lado y les dijo con el tono más inocente del mundo:
—Hola ¿ustedes estaban por aquí? No los había visto. ¿Qué hacen? ¿quieren algo?
—Oh, papá —exclamaron los chicos, fracasados ante esa estatua de bronce. Entonces, al darse cuenta, en la mirada pícara del padre, que todo el tiempo se había estado burlando, saltaron sobre sus rodillas y lo abrazaron.
Ah, si ahora mismo en esta sala de hospital, el padre pudiera abrir los ojos y decirles: “Hola, ¿ustedes por acá?” Carlos se inclina sobre la cama y acaricia la frente del moribundo. “Permiso, que le voy a cambiar de ropa”, le dice la madre, lo hace a un lado y empieza a desabotonarle el viejo piyama. Carlos retrocede un paso y recuerda el gesto grandioso de gladiador con que el padre solía quitarse el saco para desafiarlos a luchar.
Habían crecido.
—Los cachorros se van pareciendo al oso —había comentado alguna vez el padre.
Los ositos ya eran membrudos y les gustaba probar su poderío. En cuanto le veían quitarse la chaqueta, con ese ademán de gladiador, la madre apartaba las sillas, la mesa y exclamaba:
—¡Cuidado, Diego, cuidado! No lo vayas a hacer daño a los chicos.
A una los mellizos se le echaron encima. El padre los revolcaba, con cuidado para que no se hicieran daño, y cuando los notaba cansados los dejaba sobre la alfombra y él se iba sentar en el sillón, para leer el diario. Los mellizos se levantaban, medio avergonzados por la facilidad con que los había dominado, pero también  un poco orgullosos de que fuera el padre, y no un compañero de la escuela, quien los dominara.
—Ah, papá, todavía nos ganas, pero ¡ah! Alguna vez, alguna vez… Ya verás.
—Sí, sí, es natural; a lo mejor, la próxima vez —contestaba el padre; y seguía leyendo.
Los mellizos, ya en el colegio, se destacaron en los deportes: fútbol, boxeo, lanzamiento…
Carlos observa a su madre, chiquitita en esa familia de colosos, al parecer débil, pero que aun en los años más difíciles ha dirigido el hogar con mano firme y ahora, dando muestras de un brío insospechado, está soliviando el corpachón del moribundo y empieza a desnudarlo como a un niño.
Chiquitita, sí. Y pensar que en las entrañas de esa mujer chiquitita él y Pedro se habían desarrollado juntos. Cuando les reprochaba que con esos deportes perdieran el tiempo en el colegio, los mellizos, entregándose a la fantástica obsesión, vieja como la especie humana, de empequeñecer o agrandar la voluntad a los seres que nos rodean, fingían cariñosamente que estaban mirando a la madre desde tan arriba que apenas alcanzaban a verla, como si ellos fueran dos ogros y ella una muñeca.
—¿Oyes lo que nos está diciendo la petisita esa?
—No. ¿Qué te parece si nos la comemos?
La alzaron de los brazos y se la llevaron por el aire mientras ella, riéndose, gritaba:
—Suéltenme, chicos. Suéltenme. Si no, les voy  a dar una paliza.
—¿Oíste che? Que alguien nos va a dar una paliza… Ahá: ¿y quién es esa persona terrible que nos va a dar una paliza, si se puede saber?
—Bueno… Tu padre, cuando venga…
Ah, el padre. Eso era otra cosa. Él sí.
Todavía padre e hijo solían agarrarse cuerpo a cuerpo sobre la alfombra del comedor pero ya no de a dos contra uno sino uno contra uno. La madre trataba de impedirlo, como si cada vez comprendiese menos esa manía de trenzarse a brazo partido habiendo en la casa tantas cosas en qué emplear los músculos. Las contiendas terminaban siempre del mismo modo: el padre extendiendo los brazos de Carlos o de Pedro en el suelo y diciendo:
—¿Te das por vencido?
Carlos y Pedro tenían que darse por vencidos.
—¿Por qué no se quedan quietos? —decía la madre—. Ya no son niños. Un día de estos se van a dislocar un hueso o qué se yo. No lo hagan más.
Y tanto insistió que los varones tuvieron que prometerle que no lo harían más. Así pasaron dos años sin luchas, hasta que una noche…
La madre acaba de desnudar el torso. Está tendido sobre la espalda, como un campeón derrotado. Carlos recuerda esa noche en que por primera vez lo vio así, horizontal. Da vuelta la cabeza y busca con la vista a Pedro, que ha tomado el piyama en la mano y antes de alcanzárselo a la madre lo examina y palpa su seda. ¿Recordará Pedro esa noche tan vivamente cómo él? Si es cierto que un mellizo refleja no sólo el mismo cuerpo y la misma cara, sino también la misma mente del otro. Pedro debe de estar recordando esa noche. Quisiera compartir ese recuerdo con él; preguntarle: “¿Te acordás Pedro?” Quizá su hermano, en ese instante, se ha transportado a su cabeza y recuerda lo que él recuerda por la simple razón de que, en este instante, Pedro es Carlos. ¿Recordar qué?
Aquella noche Pedro vino contento, después de un largo paseo con la novia. Al entrar en la cocina sus padres conversaban. Se agachó para abrazar a la madre, tan pequeñita; y al erguirse, como siempre hacía, para saludar al padre, ésta vez no lo vio más alto.
—¿Te has fijado, papá —le dijo—, que ahora tenemos los ojos a la misma altura?
—Sí. Así es —dijo el padre, y lo midió con sus ojos claros, grandes, bonachones—. Has crecido. Pero agregó— quitándose los anteojos—. ¿querés que probemos si también te han crecido las fuerzas?
—No, no —protestó la madre.
—No, papá —dijo Pedro—. Mamá no quiere.
Pero se quitaron el saco. Lo de siempre. Poco después Pedro estaba de espaldas, con el padre encima, triunfante.
—¿Te das por vencido?
—Sí —dijo Pedro. Y se levantaron. No bien se había puesto el padre los anteojos cuando Carlos avanzó un paso y, sonriéndose, se los volvió a quitar. El padre lo dejó hacer y también se sonrió.
—Vamos papá. Ahora me toca a mí —lo desafió Carlos.
—Ah, claro. Vos también.
La madre intercedió, alarmada.
—¡Hasta cuándo!... Déjense de eso ¿me oyen? Se pueden hacer daño. Carlos: dejá a tu padre ¿querés? Carlos, por favor, tené cuidado con tu padre.
Ya estaban uno frente a otro, encorvados, acechándose, con las manos listas para prenderse. Y se arremetieron. Carlos perdió el equilibrio y cayó arrastrando al padre en la caída. Rodaron sobre la alfombra. El silencio estaba ahora hecho de respiraciones agitadas, de resoplidos. Pedro, la madre, vigilaban atentamente. Pedro serio; la madre, preocupada.
Al rato Carlos logró que los hombros del padre tocaran el suelo.
—¿Vencido?
—¿Yo, vencido? ¡Qué esperanza! Miren al mocoso éste —respondió el padre y juntando todas energías se sacó a Carlos de encima, lo tiró a un lado, los dos se pusieron de pie y recomenzaron. Una zancadilla y el padre estaba otra vez con los hombros en el suelo y sus ojos interrogaban a Carlos con una expresión de divertido asombro. Aunque echó el resto no pudo librarse de las manos de Carlos, que le abrieron los brazos en cruz y lo clavaron. Al final quedó crucificado, quieto: solamente el pecho se le agitaba en una ruidosa respiración.
Carlos le dijo:
—¿Te das por vencido?
El padre sacudió la cabeza. Que no. Entonces Carlos le puso la rodilla en el pecho.
—¡Date por vencido! —y le hincó la rodilla—. ¡Date por vencido!
El padre aflojó, torció la cabeza hacia un costado y el cuerpo empezó a convulsionársele; sólo que los espasmos no eran de los miembros del cuerpo, sino que se originaban en la boca, primero silenciosamente, después en una respiración de sifón de soda y por último en ahogo que acabaron en carcajadas.
La madre golpeó en el hombro de Carlos:
—Ya está. Dejalo levantarse. Dejalo levantarse, te digo.
Carlos, sin moverse, repitió:
—¿Te das por vencido?
El padre, con los ojos llenos de lágrimas, de tanto reír, le dijo:
—Bueno, bueno. Me doy por vencido.
Carlos se paró y le tendió la mano, pero su madre lo empujó a un lado, con una rudeza desconocida, y fue ella quien ayudó al marido a ponerse de pie. Padre y madre, juntos, estaban observándolo. El padre, sonriente y aún orgulloso de su hijo; la madre, con un reproche que no pudo quedarse mudo por más tiempo y explotó:
—¡Debería darles vergüenza! ¡Aprovechadores!
¿Por qué ese plural, si solamente Carlos tenía motivos para sentirse avergonzado? Él, no Pedro, se había aprovechado de que su padre ya no estaba en su primavera…
Y ahora, con ese mismo plural, la madre que sigue desnudando al marido, indica con la cabeza el pasillo del hospital y les dice:
—Vayansé si quieren. Aquí no tienen nada que hacer. Ya sé en lo que están pensando.
¿De veras sabe la madre lo que él está pensando? Carlos está pensando en aquella noche en que le hizo morder el polvo al viejo.
Había comenzado a explicarse, muy confuso:
—Quizá yo… —se calló—. Papá ¿no te he hecho doler? no, ¿verdad? ¿eh, papá?...
—No, no. Claro que no. La próxima vez…
Carlos bajó la vista:
—Sí, papá. La próxima vez.
La madre no los contradijo porque ella sabía tan bien como ellos que nunca habría una próxima vez.
De pronto Carlos recapacitó en que Pedro y él tenían la misma fuerza: ¿cómo, entonces,  Pedro había sucumbido en un minuto y él en cambio había dejado al padre fuera de combate, trapo tendido por el suelo? ¡Ah, era que Pedro se había dejado vencer! Se le atravesó un nudo en la garganta. Ya la madre lo había avergonzado pero mucho más lo avergonzaba Pedro con su mirada sostenida y seria. No estaba seguro, pero esa mirada equivalía a una reprensión y casi oyó en su cerebro la reprensión que Pedro le mandaba, en una onda silenciosa. Carlos se dio vuelta y se apoyó en el armario donde se había escondido cuando el padre, de noche, regresaba del trabajo. Tragó saliva y pestañeó con rapidez varias veces. Ya no pudo aguantar más y salió de la cocina, salió por esa puerta, con la cabeza gacha, como tantas veces había salido, agachando la cabeza, cuando su padre —dragón de tres cabezas— los llevaba sobre el hombro; salió del patio oscuro y, con la luz de la casa a sus espaldas, la sombra de su atlético cuerpo saltó hacia delante, cubrió el patio y aun oscureció la noche. Sintió el fresco de la hora sobre su cuerpo sudado y miró las estrellas pero no pudo verlas porque las lágrimas le empañaban los ojos. Pedro y él, gemelos idénticos: en todo iguales, por fuera; pero, por dentro, Pedro era más noble. Ya no vio a Pedro como una imagen de sí mismo en un espejo ordinario. Ahora el espejo, con extraordinarias curvas, le devolvía la imagen, más que de lo que Carlos era, de lo que hubiera querido ser: noble como Pedro, quien había dado al padre la satisfacción de creerse todavía el forzudo de la familia mientras que él lo humilló. Carlos apretó los ojos para no llorar cuando alguien, desde atrás, le puso la mano sobre el hombro. Era Pedro, que sin duda había adivinado su arrepentimiento y venía a consolarlo, no con palabras, porque los hermanos no eran palabreros, sino con ese mudo gesto de la mano sobre el hombro.
Ahora, la misma mano lo saca de su ensimismamiento Es Pedro, otra vez, que le dice algo al oído. Y al escucharlo Carlos comprende que aquel gesto de la mano sobre el hombre después que él se abochornó por derrotar al padre, significó, no un consuelo, sino una felicitación, y que consuelo, sí, es el que ahora le trae, aunque sin proponérselo. La situación es tan intrincada que le cuesta entenderla. Él había nacido minutos antes que Pedro; él había visto la luz cuando el hermano, todavía en la oscuridad, pujaba por salir. De la misma manera ¿por qué no? —piensa Carlos al reparar en lo que Pedro acaba de decirle al oído— el hermano lo alcanza, sólo que después de un intervalo de años, no de minutos. Las palabras de Pedro —y en esto reside su valor como consuelo— vienen a probarle que los gemelos son gemelos, por dentro tanto como por fuera, excepto que sus acciones —la del egoísmo, por ejemplo— van a destiempo y toman turnos. Primero fue Carlos el egoísta; ahora el egoísta es Pedro. Porque Pedro, con la voz muy baja, como si todo él estuviera bajando y ya en su cara se reflejase el resplandor rojizo de un infierno, le ha dicho:
—¿Qué te parece si la convenzo a mamá para que me lo dé? Es una lástima que el viejo se lleve al cementerio ese piyama de seda.


domingo, 13 de noviembre de 2011

Metáforas respecto a la diferenciación entre la novela y el cuento, por Enrique Anderson Imbert

Algunas metáforas relativas a la diferenciación entre la novela y el cuento.



La novela es un cañón con poderoso impacto sobre grandes bultos. El cuento, en cambio, es un rifle que permite afinar la puntería sobre objetivos muy seleccionados.

La novela es una poderosa luz. El cuento, en cambio, es un destello.

La novela es una ciudad poblada por personas ocupadas en diversos quehaceres. El cuento, en cambio, es una casa donde cohabita un grupo íntimo, unido con un solo propósito.

La novela se ramifica en todas direcciones, y sus últimas ramitas se esfuman en el aire. El cuento, en cambio, es un fruto redondo, concentrado en la semilla.

Enrique Anderson Imbert, Teoría y técnica del cuento.


El abandono y la pasividad, de Antonio di Benedetto

En un cuento de Antonio di Benedetto, “El abandono y la pasividad”, el narrador describe cosas, nada más que cosas. No vemos a los personajes –son invisibles– pero están ahí puesto que mueven las cosas. El lector infiere que una mujer empaca las valijas, deja un mensaje escrito y se va. Pasa el tiempo (¿en la conciencia de quién?). Una pedrada rompe el vidrio de la ventana,  un golpe de viento vuelva un vaso de agua y sopla el mensaje, empapado, al suelo. El lector infiere que después entra un hombre, enciende la luz eléctrica, pisa el papel, lo levanta, trata de leerlo pero no puede porque el agua ha borrado la tinta, hace su valija y se va. Las cosas vistas –y sólo se ven cosas, no personas– dan la impronta del fracaso amoroso de una pareja.
Enrique Anderson Imbert, Teoría y técnica del cuento


El abandono y la pasividad
(Antonio di Benedetto)

     Una bocanada de luz se derramó en el cajón de la ropa de hombre; pero inmediatamente fue ahogada. La luz fue entonces sobre la ropa femenina, que mudó de continente: del cajón de la cómoda a la valija, sin la pulcritud sedosa que conoció recién planchada. Un viso, despreciado, quedó marchito y encogido sobre la cama. La malla enteriza perdió la compañía de las dos piezas bikini.
     Cuando la puerta selló con ruido la salida de la valija, el vaso alto de agua al fin intacta permaneció haciendo peso sobre el papel escrito, asociado, en la explanada de la mesita, a la presencia vertical de un florero de flores artificiales, rojas en exceso, veteadas de un rosa tierno mal conjugado con el color furioso.
     Pero al acallarse la violencia exterior, también la violencia del sol, la vena rosa se extinguió y las flores comenzaron a ser una revuelta e impalpable mancha acogida a las discretas sombras. Entonces, sólo el despertador mantuvo la guardia, una relativa espera, espera de luz de velador, de transformarse el orden de algunos objetos, su integridad tal vez.
     Porque todo era pasivo –o mecánico, el reloj–, aunque dispuesto a servir en cuanto la puerta se abriera.


     El vaso, casi repentinamente, alarga su sombra, una sombra liviana y traslúcida, como hecha de agua y cristal; luego, despacio, la contrae y más tarde, con cautela, la extiende de nuevo, pero con otro rumbo.
    Otra vez cuando afuera, en el cielo, hay nubes y ruidos como derrumbes subterráneos, el vaso está aterido y tiende a ser algo neto, conciso, también, si es posible, levemente impregnado de azul.
     El despertador ha caducado.
     Por su inercia cobra vigencia una mosca, entre un sol y otro, entre un sol y otro, pero no más de dos.
     El agua se enturbia en el vaso y se hace nido. Como una flor ha sobrenadado su superficie un mosquito y adentro, ahora, prueban profundidad las larvas.
     No obstante, este mar manso es cuna letal, agua sin alimento, y al cabo manda arriba los débiles despojos.
     La atmósfera quiere desprender su peso creciente sobre las cosas y es una amenaza de todos los días que no puede temerse.

     Una piedra, una piedra vulgar de acequia, sin aviso ni apoyo de congéneres consigue lo que antes no logró su familia menos blanca y efímera: la del granizo.
     Rasga la castidad del vidrio de la ventana y trae consigo el aire, que es libertad, pero pierde la suya, cayendo prisionera del cuarto.
     Sin la unidad que contribuía a hacerlo estable, el vidrio se descuelga de prisa y arrastra en su perdición al hermano hecho vaso. Lo abate con su peso muerto y se confunden las trizas entre una expansión desordenada de agua que, tan de improvisto sin claustro, no sabe que hacerse, va a todas partes, ante todo el papel que resultaba intocable vecino.
     La tinta, que fue caligráfica, se vuelve pintora y figura, en azul, barbas, charcos, estalagmitas…


     En adelante la ventana a nada se opone. Expedita al aire, una vez permite la brisa que elimina de la mesa el papel, seco y prematuramente viejo; otra, el viento zonda, que atropella el florero y, por si fuera poco, arroja tierra a él y sus flores. 

     La luz, que solo fue diurna y venía de la ventana, retorna una noche emanando de los filamentos de la lámpara del medio. Las cosas, opacas bajo el polvo, recuperan volumen y diferenciación.
     Uno de los zapatos que avanzan entre ellas va sobre el papel como a corregir rigurosidades, en realidad únicamente a ensuciarlo. Así decrépito y embarrado, el papel sube crujiendo hasta la proximidad brillante de unos anteojos. Desciende hasta la mesa de noche y después, con otra luz encima, la del resurrecto velador, tiembla un rato inacabable ante los lentes redondos. Pero no se entrega. No es más un mensaje.

     La pureza de la luz solar triunfa sobre el amarillo tenue, ya extemporáneo, que permanecía derivando de los dos focos.
     La luz solar, consecuente inspectora, encuentra que todo está. Hay menos orden: la colcha arrugada, cajones abiertos… aunque todo permanece. Faltan del cajón la ropa de hombre una camisa, un pañuelo y un par de medias; pero encima de una silla quedan otra camisa, otro pañuelo y un par de medias, sucios.